Crecieron y se hicieron grandes y bellas en una remota tierra de los pies del mundo.
En la Argentina crece el pan en las espigas, la carne pace por los campos inmensos y la leche fluye mansamente. No debería tener lugar el hambre en la tierra donde las semillas brotan en las banquinas y en las macetas.
La riña de poder entre el gobierno y los más poderosos sembradores replegó a las espigas. El gobierno les puso límites a las exportaciones de trigo supuestamente para que el pan estuviera a mano de todos. Pero la producción se mudó masivamente hacia otras semillas. La soja invadió casi el 65% de la tierra cultivada del país. Corrió a las vacas, taló los montes, postergó al trigo.
El negocio estaba en otro lado. En la soja con transgénesis y menos riesgo, en el agrotóxico que la libera de toda posibilidad viviente alrededor (incluidos pájaros y a veces niños), en la semilla modificada que se devora como un pac man los árboles y las nutrientes y vuelve loco al cielo que reparte, desquiciado, inundaciones y sequías.
Pero ya no en el pan.
Nueve millones de toneladas de trigo se cosecharon este año. Hace seis -y parece tan lejos- fue el record histórico de 16 millones. Un 43% menos. La harina se esfumó y el pan, el matador de todas las hambres, el democrático y el revolucionario, se convirtió en una tajada del privilegio. A 18 pesos el kilo, es una quimera en la mesa y un cuento mentiroso en la panza de los pibes.
En el país de los alimentos, el pan ya no es ni democrático ni revolucionario. Se volvió una herramienta más del capitalismo que decide el destino de las hambres y maneja la intemperie a su placer. Se da y se quita, como una sortija.
Una nota de Silvana Melo en la Agencia Pelota de Trapo (APE)
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